Escuchar a Abelardo de la Espriella decir que hay que “destripar a la izquierda” no es solo una frase desafortunada: es un eco peligroso de un pasado que muchos quieren olvidar, pero que dejó cientos de miles de víctimas. En un país donde un partido político fue exterminado a manos del Estado y de grupos armados, estas palabras no son simples insultos; son gasolina sobre una herida abierta.
¿De verdad queremos repetir esa historia? Porque, seamos honestos, ese discurso de odio no es una propuesta política, es una amenaza. Y lo más grave es que viene de un hombre que, a pesar de ser abogado, parece desconocer —o despreciar— los límites democráticos que deberían regir cualquier debate en una sociedad civilizada. Al escucharlo, no encuentro la templanza de un líder, sino la furia de alguien que confunde gritar más fuerte con tener razón.
Colombia no necesita más voces que alimenten el odio. Necesitamos empatía. Necesitamos a alguien que conozca esa Colombia invisible que ha sido desplazada, golpeada y olvidada por décadas. Necesitamos a alguien que entienda que la política no se trata de aplastar al otro, sino de construir puentes, de tender la mano, de dialogar incluso con quienes piensan diferente. Lo que menos necesita este país es un narcisista elitista que siente vergüenza de su propia tierra, de su comida, de sus costumbres, y que parece haber soñado toda su vida con haber nacido en Europa para no “sufrir” el hecho de ser colombiano.
Y no, gritar no es liderazgo. Amenazar no es autoridad. Lo que vemos en Abelardo de la Espriella no es firmeza, es arrogancia disfrazada de carácter. Es el tipo de perfil que desde la psicología política preocupa: rasgos narcisistas, incapacidad para la autocrítica, desprecio por el que piensa distinto y una peligrosa tendencia a construir enemigos en lugar de consensos. Si a eso le sumamos su manera de hablar con ínfulas de caudillo, usando el miedo como herramienta, estamos ante una receta perfecta para el autoritarismo.
Lo más triste es que hay quienes aún lo ven como presidenciable, quizá porque confunden su tono agresivo con “mano dura” o porque les seduce esa falsa idea de que el país se arregla con gritos y amenazas. Pero basta mirar la historia: las revoluciones más exitosas han sido pacíficas. Los cambios verdaderos no los hacen los que vociferan odio, sino los que saben escuchar, debatir con hechos y tender la mano incluso al adversario.
Ahí está el ejemplo de Gustavo Petro, quien, con todos los errores que pueda tener, ha demostrado una capacidad de diálogo que contrasta radicalmente con el veneno discursivo de De la Espriella. Petro debate con argumentos, no con insultos. Escucha incluso a quienes lo adversan, y esa es precisamente la altura política que este país necesita.
Por eso digo, sin rodeos, que darle poder a alguien como Abelardo de la Espriella sería un salto al vacío. No podemos normalizar la idea de que cualquiera que grite más fuerte o hable con tono de “salvador” es automáticamente un líder. Este país no necesita más caudillos narcisistas. Este país necesita paz, inteligencia emocional y alguien que conozca de verdad la realidad de los que no tienen micrófono ni reflectores.
Porque si algo está claro es que Abelardo de la Espriella no quiere gobernar un país diverso: quiere imponer su versión de Colombia a los gritos. Y yo, como colombiano, me niego a aplaudirle a quien desprecia lo que somos. No podemos entregarle el futuro de Colombia a alguien que parece disfrutar más de destruir que de construir. Y eso, por más que él se venda como la solución, lo convierte en el peor de los peligros.
Juan David Rivero Raillo
Maestro 👨🏻🏫 rural
Activista

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