Hay cosas que no se pueden pasar por alto cuando hablamos de quién debería ocupar la presidencia de un país. No basta con títulos, discursos rimbombantes ni frases cargadas de indignación. Un líder debe tener equilibrio emocional, empatía y la capacidad de escuchar sin perder el control. En ese sentido, cada vez que escucho hablar a Abelardo de la Espriella, me preocupa profundamente lo que significaría para Colombia un hombre con su temperamento al frente del Estado.
No lo digo solo por su estilo confrontativo. Lo digo porque su propia historia lo muestra. Él mismo, sin reparo alguno, confesó que de niño maltrataba gatos, que les ponía pólvora “por diversión” (Infobae, 2023). Lo dijo sin un atisbo de vergüenza, como si aquello no hablara de un patrón psicológico muy serio: una conducta que, aunque haya ocurrido en la infancia, revela una relación peligrosa con la empatía. Porque no es normal que alguien se divierta causando dolor, y mucho menos que de adulto lo cuente con ligereza, sin reconocer que aquello estuvo mal. Esa ausencia de autocrítica no es un detalle menor; es una señal de carácter.
Hoy, cuando lo escucho en entrevistas diciendo que gobernará con “terror” para “dar de baja” a los delincuentes (Semana, 2025), o cuando insulta públicamente a sus opositores llamando al presidente “subnormal” (El Heraldo, 2025), veo esa misma falta de control emocional proyectada en la política. Porque un temperamento así no se queda en los debates televisivos; un temperamento así, llevado a la presidencia, se transforma en decisiones de Estado tomadas con ira, en políticas públicas hechas a punta de humillación y en un clima social gobernado por el miedo.
El problema no es que Abelardo de la Espriella sea un hombre fuerte. Colombia necesita líderes con carácter. El problema es que confunde fuerza con violencia, autoridad con autoritarismo, y carácter con soberbia. Y cuando alguien que no domina sus emociones tiene poder absoluto sobre el aparato del Estado, lo que tenemos no es firmeza: es peligro. La historia de América Latina está llena de ejemplos de líderes que llegaron prometiendo “orden” y terminaron sembrando terror, aplastando derechos y destruyendo instituciones en nombre de su propia cruzada personal.
Además, hay algo en su manera de expresarse que revela una visión del mundo profundamente elitista, casi despectiva hacia la Colombia popular. Se burla de las costumbres, de la comida típica, de lo que somos como pueblo. Es como si sintiera vergüenza de lo que representa la mayoría. Y uno no puede gobernar bien un país al que mira por encima del hombro. Un presidente debe entender a su gente, no despreciarla. Debe saber conversar incluso con quienes no piensan como él. Esa es la base de la democracia: la convivencia entre distintos.
De la Espriella, en cambio, no busca convivencia, busca guerra. Habla de “ejércitos de defensores de la democracia” dispuestos a actuar “por la razón o por la fuerza” (Infobae, 2024). Y yo me pregunto: ¿cómo puede defenderse la democracia amenazando con aplastar a quienes piensan diferente? Esa no es defensa; es la antesala del autoritarismo.
La psicología enseña que el verdadero liderazgo no nace de la imposición sino del autocontrol. Que quien no sabe manejar su ira termina gobernado por ella. Que quien no es capaz de reconocer su propia vulnerabilidad jamás podrá gobernar con humanidad. Abelardo de la Espriella podrá tener títulos, dinero, elocuencia y una legión de seguidores en redes sociales, pero nada de eso sustituye la templanza, la decencia y el respeto por el otro que exige una democracia.
Colombia no necesita un presidente que vea a sus adversarios como enemigos a destruir. Necesitamos alguien que entienda que gobernar no es ganar una pelea, sino construir un país. Con Abelardo de la Espriella no veo construcción; veo el riesgo de un poder ejercido a los gritos, con insultos, amenazas y, peor aún, con la peligrosa convicción de que todo vale si es “por el bien del país”. Ese tipo de lógica ha sido el principio del fin para muchas democracias.
Por eso no es solo una cuestión de gustos políticos. Es un asunto de salud institucional, de protección de nuestras libertades y de simple sentido común: un hombre con problemas de autocontrol, con un discurso de odio y sin empatía demostrada no puede ser quien guíe el destino de una nación. No necesitamos un presidente que mande con rabia; necesitamos un líder que gobierne con cabeza y corazón. Y Abelardo de la Espriella no es ese líder.
Juan David Rivero Raillo
Maestro rural
Activista

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