Por Juan D. Rivero
Era el año 2007. Yo estaba en séptimo semestre de licenciatura en idiomas extranjeros, inglés, y había aplicado para un intercambio en los Estados Unidos. Quise aventurarme para practicar el idioma. Desafortunadamente, no me preparé lo suficiente para esa odisea.
En primer lugar, era fundamental saber conducir, porque iba a estar a cargo de menores de edad como au pair. La verdad, en ese tiempo las clases de conducción fueron cortas y casi no tuve práctica; obtener mi licencia fue un trámite limitado. Ese fue uno de los ingredientes del fracaso de mi aventura en los United States. El no saber manejar implicó que la primera familia donde llegué decidiera prescindir de mis servicios y devolverme a la compañía. Yo estaba desesperado, no quería regresar a Colombia después de apenas un mes de haber llegado.
La empresa me ofreció otra familia en Memphis, Tennessee: una madre soltera con dos hijos, uno de 19 años y otro de 5, que sería mi responsabilidad. Le aclararon a la señora que mis habilidades de conducción eran malas, pero ella aceptó y hasta se ofreció a pagar un curso adicional. Todo parecía marchar bien.
La casa era enorme para lo que yo estaba acostumbrado: tenía una habitación grande con un clóset que parecía otro cuarto, una piscina fuera de servicio, una casa de invitados y un garaje con código de seguridad para varios vehículos. La señora fue amable conmigo; el niño también. El problema empezó con el hijo mayor.
En la primera familia me habían pagado puntualmente. No pagaba arriendo, ni gasolina, podía usar el carro en mis días libres y, además, recibía dinero por cuidar y transportar a los niños. Esa independencia me motivó a ahorrar: guardaba el dinero en un estuche que me había dado la compañía, junto con mi pasaporte. En pocos meses reuní 600 dólares, lo más grande que había tenido en mis manos. Lo estaba ahorrando para comprarme mi primer portátil.
Un día fui al banco para abrir una cuenta de ahorros, pero me rechazaron por no tener la identificación local, equivalente a nuestra cédula. Solo tenía el pasaporte y mis papeles de intercambio, y me faltaba la licencia de conducción. El hijo mayor, que había visto dónde guardaba mi dinero, se convirtió en mi sombra.
Pasaron los días y, cuando quise sacar algo de efectivo para un paseo con otros au pairs, descubrí que mi estuche estaba vacío. Los 600 dólares habían desaparecido. Le conté a la madre y lo único que me dijo fue que para la próxima le diera el dinero a ella, para guardarlo en su caja fuerte. Esa respuesta me dejó con una decepción amarga, con la sensación de estar vulnerable en un país que no conocía.
En Colombia me habían robado una gorra en un cumpleaños cuando era niño, uno que otro lápiz en el colegio, pero nunca tanto dinero. Fue un golpe durísimo. Llamé a la líder de zona de la empresa, incluso a la policía, pero nada pasó. Yo sabía quién había sido: en esa casa solo vivíamos tres personas. Blanco es, gallina lo pone.
Ya no quería estar allí. Pero si pedía traslado, la opción podía ser regresar a Colombia, y apenas llevaba tres meses. Me sentía un fracaso: flaco, sin preparación, sin saber cocinar, sin manejar, sin independencia. Le conté mi situación a Alejandra, una joven de Bogotá que también trabajaba como au pair en Memphis. Ella fue mi confidente y mi apoyo.
Finalmente me atreví a contarle todo a mi mamá. Y aquí debo decir que admiro su capacidad de relaciones públicas: desde Montería logró mover contactos. Una amiga suya tenía un hijo en Nueva York, Hugo, a quien hoy le guardo un profundo agradecimiento. Hugo me escuchó, me dijo que lamentaba lo que había pasado y me ofreció trabajar con él en su negocio de grooming de mascotas. Me pagaría lo mismo que la familia de Tennessee. Incluso me envió el dinero del pasaje y compró los tiquetes para que viajara.
Con la ayuda de Alejandra, que me llevó al aeropuerto, armé mi fuga. No le conté nada a la señora porque lo que hacía no estaba dentro del protocolo de la empresa. Pero yo no iba a regresar derrotado, sin haber vivido la experiencia completa.
Empaqué mis pocas pertenencias en dos bolsas de basura negras. Las escondí en el contenedor de la casa un domingo, cuando la señora y su hijo pequeño fueron a su servicio religioso. Apenas se fueron, saqué las bolsas, llamé a Alejandra, y nos fuimos directo al aeropuerto.
Así llegué a Nueva York, con mis dos bolsas de basura como equipaje y con la certeza de que la impunidad no es solo un mal de Colombia. También pasa en el imperio que muchos admiran.
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