En Colombia pareciera que la justicia no aplica con la misma fuerza para todos. La reciente condena en primera instancia al expresidente Álvaro Uribe Vélez debería ser un hecho histórico que reafirme que la ley está por encima de cualquier persona, sin importar el poder, el dinero o los seguidores que tenga. Sin embargo, lo que vemos hoy es un espectáculo que confirma que en este país todavía hay ciudadanos más iguales que otros. Mientras cualquier preso en modalidad de casa por cárcel enfrenta restricciones claras, limitaciones de comunicación y un control estricto por parte de las instituciones, el reo Álvaro Uribe Vélez continúa como si nada, publicando en redes sociales, opinando sobre la coyuntura nacional, perfilando adversarios, lanzando acusaciones sin pruebas, difundiendo bulos y, en últimas, burlándose de la justicia y del país entero.
Es un insulto a la sociedad colombiana que un condenado por manipulación de testigos y fraude procesal siga usando sus plataformas digitales para imponer su narrativa de persecución política. Porque aquí no estamos hablando solamente de libertad de expresión, estamos hablando de un individuo que usó su poder para perseguir, silenciar y destruir a sus opositores, y que ahora, en medio de una condena, se presenta como víctima. Eso no es inocente, es un riesgo para la democracia. Un país que tolera este nivel de impunidad está mandando un mensaje devastador: que las reglas solo aplican para los débiles, mientras los poderosos se pasean por encima de la ley.
¿Dónde está el Inpec? ¿Dónde está la Fiscalía? ¿Cuál es el papel de las entidades de control en este caso? Lo mínimo que se esperaría es que se limite el alcance digital de un reo que ya mostró de lo que es capaz cuando tiene un altavoz. Porque no se trata de censura, se trata de coherencia. Si una persona común estuviera en prisión domiciliaria con las libertades que hoy exhibe Uribe, no tardarían en sancionarla. Pero como se trata de quien se trata, lo dejan actuar con total soltura desde su hacienda, esa mega finca que es el símbolo de un poder que parece intocable.
Mientras tanto, sus publicaciones siguen destilando odio, manipulando emociones y dividiendo más a un país que necesita con urgencia reconciliación y justicia. Uribe no es un simple ciudadano opinando en redes, es un condenado que sigue ejerciendo influencia política, construyendo relatos de victimización y abonando el terreno para que la polarización siga creciendo. Y en esa polarización, los que siempre pierden son los ciudadanos de a pie, los que nunca han tenido ni voz ni privilegios.
Por eso, más que indignarse, hay que actuar. Si las instituciones no hacen lo que les corresponde, al menos la ciudadanía sí puede enviar un mensaje claro: bloquear, silenciar, no seguir alimentando la maquinaria de odio que tanto daño ha hecho. Nadie está obligado a escuchar a quien manipula, a quien ha jugado con la justicia, a quien representa la impunidad en su máxima expresión. Se trata de proteger el debate público de la contaminación que supone un condenado jugando a ser líder desde el confort de su hacienda.
La justicia debe ser la justicia, no un espectáculo selectivo. Y en este momento, Colombia tiene la oportunidad de demostrar si es capaz de hacer cumplir las sanciones o si seguirá permitiendo que unos pocos se rían de la ley mientras el resto tiene que cargar con todas las consecuencias. La condena a Uribe no puede ser un simple titular. Debe traducirse en restricciones reales, en límites claros y en un mensaje inequívoco: nadie está por encima de la justicia. De lo contrario, lo que quedará es la amarga certeza de que seguimos en un país donde la impunidad viste de saco y corbata, tuitea desde su hacienda y se hace pasar por perseguido mientras destruye todo a su paso.
💥 La pregunta entonces no es si Uribe puede seguir opinando, sino si Colombia está dispuesta a seguir permitiendo que un condenado siga moldeando la conversación pública como si nada hubiera pasado. Porque mientras él tuitea, las instituciones callan. Y en ese silencio, lo que se juega es el futuro de la democracia.
Juan D. Rivero Raillo
El profe Juancho
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