El 7 de agosto, mientras Colombia conmemora la Batalla de Boyacá, la derecha acéfala pretende salir a las calles a defender lo indefendible: a un expresidente condenado por fraude procesal y soborno a testigos. Y ahí, como por arte de magia, aparecen Tomás y Jerónimo Uribe, hijos del ahora condenado Álvaro Uribe Vélez, dando cátedra de “honor” y “gallardía”, como si el país no conociera de memoria la historia de privilegios que los convirtió en lo que son.
Nos quieren vender el cuento de que estos muchachos son el ejemplo del “pobre que dejó de ser pobre porque quiso”, los mismos que empezaron con manillas y terminaron con zonas francas gracias a jugadas inmobiliarias favorecidas durante el gobierno de su padre. No, no se hicieron a pulso. Se hicieron con el poder de un apellido que convirtió el Estado en una finca privada. Y ahora pretenden marchar como si fueran santos mártires de la democracia.
Y ahí están los medios corporativos, fieles escuderos del relato uribista: El Colombiano, La FM, y opinadores reciclados como Juan Lozano, escribiendo cartas abiertas y sermones de nostalgia política, rogando piedad para el “gran colombiano”. Mientras tanto, ignoran las más de mil páginas de la sentencia leída por la jueza Sandra Heredia, las horas de grabaciones, los testimonios y la montaña de evidencias que desmoronan cualquier cuento de persecución política.
Lo que no dicen Tomás y Jerónimo es que si su padre está condenado, es por su propia arrogancia. Fue él quien denunció a Iván Cepeda, intentando torcer la justicia, y terminó enredado en su propia trampa. El mismo patrón de siempre: usar el poder como escudo, hasta que un día se acabó el cuartico de hora. Hoy no hay fuero, no hay Senado, no hay blindaje mediático que valga. Solo queda un viejo testarudo que no entiende que en Colombia la justicia también puede tocar la puerta de los intocables.
Y todavía tienen el descaro de llamarlo “perseguido político”. Perseguido político es quien lucha por sus derechos en un país que siempre se los ha negado, no quien gobernó ocho años rodeado de cuestionados, mientras su lista de aliados condenados parece más larga que cualquier expediente judicial. Que Tomás no venga ahora a hablar de “determinadores del narcotráfico”, cuando las alianzas históricas de su padre con los clanes políticos más oscuros de Colombia son un secreto a voces.
Si el 7 de agosto quieren marchar, que marchen. Pero no nos pidan que les compremos su cuento. No nos pidan que defendamos al mismo hombre que consolidó un modelo de país donde unos pocos siempre ganan y la mayoría sigue pagando la cuenta. No nos pidan que llamemos “gallardía” al cinismo ni “honor” al descaro.
Ese día, mientras ellos se abrazan en su burbuja de privilegios, muchos recordaremos que en Colombia todavía hay esperanza, porque esta condena marca un punto de quiebre. Álvaro Uribe ya no es intocable, y sus herederos políticos tendrán que aprender a vivir en un país donde sus mentiras no se gritan sin respuesta.
Yo, si salgo el 7 de agosto, será para conmemorar la Batalla de Boyacá, no para justificar a un expresidente que le debe cuentas a la justicia. Que marchen los hijos del poder; los hijos del pueblo, en cambio, ya empezamos a despertar.
Juan David Rivero Raillo
Maestro 👨🏫 rural
Activista

Comentarios
Publicar un comentario