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El aula entre cisnes y ovejas: certezas, errores y silencios.

 El aula entre cisnes y ovejas: certezas, errores y silencios.


Juan D. Rivero Raillo


2/9/2025





Siempre he creído que una de las labores más valiosas de escribir es abrir espacios de conversación. A veces uno espera que alguien llegue y te corrija, que alguien note un detalle, y eso es lo que me pasó recientemente. En un texto anterior hablé de “ovejas”, pero en realidad la premisa que Karl Popper plantea no es esa. Popper no hablaba de ovejas, hablaba de cisnes. Su reflexión iba en otro sentido: el hecho de que todos los cisnes que hayas visto sean blancos no significa que no exista un cisne negro. Esa es la cita correcta. Y aunque pueda parecer un detalle menor, encierra toda una manera de entender la ciencia, la verdad y la sociedad.


Popper usó esa metáfora para cuestionar el historicismo, para señalar que la historia no se puede leer como una línea fija ni como un destino inevitable. La historia depende de quién la cuenta, desde dónde se narra y qué intereses están en juego. Y eso no ha cambiado mucho desde entonces. Basta mirar hoy el periodismo: no es lo mismo cuando la tinta la paga un poder económico o político, que cuando hay independencia para narrar lo que realmente ocurre.


El contexto en el que Popper pensaba estas cosas no era sencillo. En 1938, tras la invasión nazi a Austria —más exactamente a Viena, donde él vivía—, tuvo que huir por ser judío. Emigró a Nueva Zelanda, un país que en ese momento quedaba en la otra punta del mundo, en una isla remota a la que se llegaba después de días de viaje en barco. Allí consiguió un puesto como profesor universitario, pero se topó con un sistema que valoraba más la cátedra que la investigación. Para un pensador como él, que ya tenía claro que su vida giraba alrededor de la escritura y la producción académica, fue un choque. Ni siquiera le facilitaban tinta o papel para escribir, y sin computadores ni medios digitales, el esfuerzo era doble.


Sin embargo, Popper insistió. A pesar de las limitaciones, dedicaba horas extras, sacaba tiempo propio y seguía escribiendo. Y lo hizo porque era inevitable para él: había una pulsión interior, una necesidad de comprender y de aportar. De ese esfuerzo nacieron textos que todavía hoy se estudian en epistemología y filosofía de la ciencia. Y lo más valioso es que lo hizo sin el respaldo pleno de su universidad, sin apoyos, a punta de terquedad intelectual.


Cuando pienso en esa historia, inevitablemente la conecto con nuestra realidad en América Latina. Los sistemas educativos siguen atrapados en la lógica de la hora cátedra: lo importante parece ser llenar formatos, cumplir con requisitos administrativos, marcar la asistencia y pasar las evaluaciones estandarizadas. Pero poco o nada se hace para estimular al maestro como investigador, como creador o como sujeto que también aporta desde su pensamiento. En muchos lugares, todavía se mide el éxito en función del cumplimiento, no de la integralidad.


Ese modelo educativo olvida que cada ser humano es distinto, que las evaluaciones no reflejan la complejidad de la vida, que los contextos materiales, sociales y culturales influyen de manera decisiva en el aprendizaje. Sin embargo, lo que prevalece es el rasero: cumplir protocolos, ajustarse a métricas, seguir el libreto. Se ignora lo esencial: las condiciones reales de cada estudiante, la precariedad en infraestructura, las carencias en ciencia y tecnología, y las enormes desigualdades que definen nuestro día a día.


Es curioso: Popper, en su exilio, fue un rebelde académico porque no aceptó el límite que le imponía la universidad. Nosotros, maestros de este tiempo, seguimos enfrentando desafíos similares. Si uno no saca tiempo personal, si no se desvela, si no escribe a las 4:30 de la mañana, difícilmente puede producir algo más allá de lo estrictamente obligatorio. Y ahí hay una contradicción fuerte: se nos pide formar ciudadanos integrales, pero no se nos ofrecen condiciones para ser maestros integrales.


Hoy, mientras escribo estas líneas, pienso también en el método. Lo hago desde la oralidad, dictándole a mi celular, inspirado por la manera en que Henri Charrière, alias Papillon, relató su propia vida. Para mí ha sido una forma liberadora, sobre todo porque he lidiado años con la procrastinación. Reconocerlo fue un golpe duro, pero también un camino para entender que escribir no siempre debe ser un acto solemne y perfecto. Puede ser también un flujo de voz, una descarga de emoción, un ejercicio de conectar con quienes leen, muchos o pocos, pero al fin y al cabo, personas dispuestas a dialogar.


Volviendo a Popper, su metáfora del cisne negro nos recuerda que la certeza nunca es absoluta, que siempre hay espacio para la excepción, para lo inesperado. Y si lo traemos al presente, tal vez esa es la mayor lección: no podemos conformarnos con repetir lo mismo, con aceptar la historia oficial, con seguir el libreto sin cuestionar. La verdadera tarea está en atrevernos a pensar distinto, a ver más allá de lo que nos dicen que debemos ver.


Al final, cada uno de nosotros se debate todos los días entre lo que debe hacer y lo que realmente quiere o necesita hacer. Cumplir el rol asignado o rebelarse un poco, aunque sea con algo tan sencillo como escribir de madrugada. En esa tensión habita lo humano. Y quizá ahí, en ese esfuerzo por resistir y crear a pesar de todo, está la posibilidad de transformar un poco la realidad.


El profe Juancho 

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