ÁLVARO URIBE: Inmunitas.
Columna de opinión
Por: Juan David Rivero Raillo
Desde la perspectiva de la biopolítica —y tomando como base la idea de inmunitas desarrollada por Roberto Esposito— el caso de Álvaro Uribe Vélez no es solo un episodio judicial más. Es la evidencia más clara de cómo una persona puede convertirse en un “cuerpo inmune” dentro del cuerpo político de un país. Mientras la justicia se aplica con fuerza sobre los jóvenes de barrio, los campesinos o cualquier ciudadano común, sobre él parece activarse un escudo invisible que impide que las consecuencias de sus actos lleguen a tocarlo. Esta inmunidad no es magia: es poder cuidadosamente tejido durante décadas.
Este blindaje no surgió de un día para otro. Se construyó paso a paso, con alianzas políticas, relaciones en las altas cortes, vínculos con sectores militares, empresariales y mediáticos. Se ha fortalecido con el tiempo, incluso después de escándalos nacionales y procesos judiciales, resistiendo cambios de gobierno y crisis políticas. Mientras otros políticos se desmoronan, él se mantiene como si habitara un territorio donde la justicia no llega.
Lo más revelador es que esta protección parece ser exclusiva para su persona. A su alrededor, uno tras otro, sus aliados más cercanos han caído en desgracia. Su exdirector del DAS, Jorge Noguera, fue condenado por vínculos con paramilitares y por el asesinato de un profesor universitario. María del Pilar Hurtado y Bernardo Moreno fueron condenados por las “chuzadas” ilegales desde la Casa de Nariño. Andrés Felipe Arias, exministro de Agricultura, fue condenado por corrupción en el caso de Agro Ingreso Seguro y hasta fue extraditado. Su primo Mario Uribe Escobar fue condenado por parapolítica, y su propio abogado, Diego Cadena, fue encontrado culpable de soborno a testigos en el mismo caso por el cual hoy Uribe está absuelto. Todos ellos enfrentaron la justicia. Todos menos él.
La teoría de Esposito ayuda a entender este fenómeno. La inmunitas es una forma de excepción: es el privilegio de no estar obligado a someterse a las mismas reglas que el resto de la sociedad. Es como si el sistema jurídico, político y mediático funcionara como una cápsula que lo aísla del riesgo y distribuyera las consecuencias entre los demás. Su círculo es procesado, condenado o huye del país; él sale ileso. Esa asimetría no es un detalle menor: es el corazón del problema. La ley existe, sí, pero no le cae igual a todos.
A este escudo institucional se suma un escudo cultural. Uribe no es solo un político: representa un arquetipo profundamente enraizado en la historia del país. Encaja perfectamente en la figura del patriarca protector: el hombre de finca, de misa dominical, de “mano dura”. Su imagen se alimenta de una tradición política que viene desde la Constitución de 1886, cuando Colombia era un país confesional, patriarcal y excluyente. Ese modelo todavía vive en buena parte de la población. Para muchos colombianos, Uribe representa “orden frente al caos”, “seguridad frente al desorden”, “voz firme frente al disenso”.
En este contexto se vuelve clave la teoría del enemigo interno. Es la estrategia de dividir a la sociedad en “los buenos” y “los enemigos”. Durante su gobierno fue la guerrilla, hoy son los “castrochavistas” o cualquiera que piense diferente. Esta narrativa permite justificar todo: la persecución, la vigilancia ilegal, la criminalización del disenso y, al final, la impunidad. Si el otro es el enemigo, si el otro amenaza la patria, entonces los excesos se convierten en actos heroicos. Y así, cualquier proceso judicial en su contra no es visto por sus seguidores como justicia, sino como persecución política.
Algunos argumentarán que esto no es impunidad, sino simplemente el resultado de un proceso judicial con recursos, nulidades y debates legales. Pero cuando la historia se repite una y otra vez, cuando todos a su alrededor caen y él siempre queda a salvo, ya no hablamos de coincidencias jurídicas: hablamos de un sistema que no es igual para todos. Y esa desigualdad en la aplicación de la ley es la herida más profunda que puede tener una democracia.
No se trata de odios personales ni de ideologías. Se trata de reglas básicas. Un Estado de derecho solo puede sostenerse si la ley pesa igual para todos, sin importar su apellido, su poder o su historia política. Cuando una persona se convierte en un símbolo intocable, la justicia deja de ser justicia y se convierte en un escenario de privilegios.
Uribe no es eterno. Pero lo que lo rodea —esa red de inmunidad política, jurídica y cultural— puede sobrevivirlo si no se enfrenta. Si no se desarma ese entramado que convierte a ciertos personajes en intocables, mañana podrá tener otro nombre y otro rostro. Lo verdaderamente peligroso no es solo la absolución de un hombre: es el precedente que deja. Es la idea de que en Colombia algunos pueden vivir por encima de la ley, mientras otros son aplastados por ella.
Y si eso no se corrige, entonces no hablamos de justicia. Hablamos de impunidad con nombre propio.
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