#cine #Frankenstein
Por Juan David Rivero Raillo
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La nueva adaptación de Frankenstein de Guillermo del Toro, más que un espectáculo visual, es un ejercicio filosófico que nos arroja de cabeza a preguntas incómodas sobre la creación, la responsabilidad y las heridas que heredamos. Del Toro no pretende repetir la historia de Mary Shelley; pretende reabrirla, hurgar en ella, sacar a la luz el dolor que se fue sedimentando entre las páginas del clásico. Y al verla, es imposible no recordar El año del verano que nunca llegó, la novela–ensayo de William Ospina que reconstruye el paisaje emocional e histórico de la mítica reunión en Villa Diodati, donde Shelley, Byron y Polidori dieron origen a dos criaturas literarias que nunca volverían a morir: el monstruo de Frankenstein y el vampiro moderno.
Ospina sostiene que los monstruos literarios nacen del clima emocional de sus creadores, de sus tormentas internas. Del Toro parece seguir la misma ruta: no busca un monstruo hecho de cadáveres, sino uno hecho de silencios, de abandono, de una necesidad desesperada de reconocimiento. Su creación no es solo un cuerpo remendado: es una herida abierta. Y esa herida tiene origen claro: un creador que nunca estuvo preparado para ser padre, maestro ni guía. Victor Frankenstein, como en la novela, es menos un científico brillante que un hombre fracturado, incapaz de asumir la responsabilidad moral de haber desafiado los límites de la vida.
En la película, la criatura carga el peso de un origen traumático. No entiende su lugar en el mundo, no comprende la crueldad ajena, y menos aún, la cobardía de quien lo creó. Del Toro insiste en que el verdadero monstruo no es el ensamblado, sino el que ensambla. El científico que juega a ser dios, pero huye cuando la vida que creó le exige humanidad. El hombre que da el primer aliento, pero se niega a dar el primer abrazo. Esa paternidad fallida —que es también una pedagogía fallida— atraviesa toda la película como una sombra: no basta con crear; hay que hacerse responsable de lo creado.
Las preguntas filosóficas emergen naturalmente: ¿qué significa existir sin un origen amoroso? ¿Qué es del ser humano cuando nace del rechazo? ¿Puede una criatura aprender el bien si su creador le enseñó solo el miedo? Son interrogantes que Shelley planteó en su novela, pero que del Toro amplifica con una delicadeza casi poética. La inmortalidad del monstruo no es un privilegio, sino una condena. No puede morir porque su creador lo hizo demasiado fuerte, pero tampoco puede vivir porque nadie lo hizo lo suficientemente amado.
Ospina, en su libro, recorre los lugares donde estos mitos nacieron y muestra cómo Shelley y Stoker transformaron el dolor en literatura. Del Toro transforma ese mismo dolor en cine. Ambos, desde lenguajes distintos, sugieren lo mismo: los monstruos no son ajenos a nosotros. Son un espejo. Reflejan nuestras fracturas, nuestros miedos, nuestro ego y, sobre todo, la irresponsabilidad con la que ejercemos el poder. Nos recuerdan que una creación sin responsabilidad se convierte en tragedia; una vida sin acompañamiento, en violencia.
La película, más que un homenaje al gótico, es una advertencia contemporánea: seguimos creando seres —ideas, tecnologías, discursos, instituciones— sin asumir las consecuencias. Seguimos huyendo de lo que hemos puesto en el mundo. Seguimos repitiendo la cobardía de Victor Frankenstein. Y mientras tanto, nuestras creaciones, como la criatura de del Toro, vagan por el mundo preguntando quiénes son, quién los hizo y por qué fueron abandonados.
Por eso esta película no solo debe verse: debe conversarse. En tiempos donde la creación tecnológica avanza más rápido que la ética, donde se engendran poderes sin rostros ni responsabilidades claras, Frankenstein resurge como una advertencia moral que no pierde vigencia. Del Toro no solo resucita al monstruo: resucita la pregunta por el creador.

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